Walter de María. The Lightning Field (Fuente: internet)
PAISAJE[S] INTERMEDIO[S]:
utopía y ubicuidad
Juan Ramírez Guedes
Utopía: lo que no tiene lugar
Ubicuidad: presencia
simultánea en todos los lugares.
1.La pregunta por el paisaje
Hemos leído: “Si intuimos
respuestas al paisaje ¿Cuáles son las preguntas?”... Se trata del título de un
artículo de Martí Franch y Víctor Tenez publicado en el número 1 de la nueva
revista Paisea dedicada a la temática del paisaje. El título acierta, en
nuestra opinión, en el diagnóstico de un problema fundamental que aqueja a este
campo de trabajo y a este concepto, el paisaje, y que es, en efecto, la
anteposición de una serie de “respuestas” antes de conocer realmente cuáles son
los términos de la pregunta o preguntas a las que deberían referirse; más aún,
cuál es esa pregunta o preguntas, en definitiva ¿qué paisaje?, ¿qué entendemos
por paisaje?...
En tales condiciones es
difícil que una multiplicidad de proposiciones, proyectos e imágenes se dirijan
finalmente a algo más que a la verificación de un imaginario particular y
contingente. Dicho esto, aclaremos que no vamos a intentar desde aquí responder
a esa pregunta, nuestro interés es sólo intentar un acercamiento a una idea de
paisaje, no convencional, una idea que, aunque poco sistematizada, respondería
a una redescripción de la visualidad del espacio contemporáneo, visualidad, no
obstante, de fundamentación no puramente óptica sino intensamente transfigurada
por la interpretación, por la elaboración mental de un imaginario, un
constructo heterogéneo, hecho de materiales que aporta la geografía y el
territorio a través del ojo, pero también a través del pensamiento y de la
cultura, al que hemos dado en llamar paisaje.
Por eso es así que no son
suficientes las definiciones de los diccionarios, que reducen el paisaje a “la
apreciació visual del territorio”, por ejemplo, entre otras acepciones
simplificadoras. Tampoco valen, por la misma razón, actitudes meramente
operativas como las que tienden a confundir el paisaje y el proyecto del
paisaje con una especie de decoración a escala geográfica, o a confundir
también el paisaje con la jardinería, etc., es decir, a incurrir en una
simplificación ornamentalista de trasfondo estetizante que finalmente destensa
y despoja a ese paisaje, a ese imaginario, de toda su complejidad y de toda su
intensidad conceptual y plástica. La deriva hacia el ablandamiento de nuestra
visión del mundo en función del paradigma de la agradabilidad consensual sin
espesor ni sentido, desposee en fin, al paisaje, a esa imagen construida, de su
teórica capacidad de ayudarnos a reconstituir una mirada penetrante sobre el
mundo a través del lugar transfigurado.
Y sin embargo, a pesar de
ello, a pesar de la inexistencia de un consenso teórico sobre su
conceptualización, el paisaje como realidad, como idea y como fenomenología del
espacio y del territorio ha recibido el constante interés del pensamiento,
desde por ejemplo, Ortega y Gasset (¿Qué es un paisaje?) que, frente a las
bienintencionadamente planas y tal vez ingenuas definiciones del Convenio
Europeo del Paisaje que intentan articular normativamente un concepto
universalizado de paisaje con finalidades administrativas y operacionales, ya
establece que: “el paisaje es aquello del mundo que existe realmente para cada
individuo, es su realidad misma. El resto del universo sólo tiene un valor
abstracto… No hay un yo sin un paisaje y no hay un paisaje que no sea mi
paisaje, o el tuyo o el de él. No hay un paisaje en general”, posicionamiento
de Ortega que, si bien matizable por su tal vez excesivamente subrayada visión
subjetivista que puede interpretarse como de un feroz relativismo, tiene, no
obstante, el valor de evidenciar el carácter esencialmente cultural de la
noción de paisaje, su propia condición de constructo.
2.Paisaje de la complejidad
Sin embargo, la evidencia de
esta condición de construcción cultural del paisaje, no obsta para que sea
legítima (y en este contramovimiento se pone de manifiesto otra condición: la
de la complejidad) la demanda de la tendencia a una intersubjetividad que
permita la ponderación crítica de las hipótesis de aquellas “respuestas” al
paisaje que citábamos al inicio. Esta expectativa referida a los resultados
relativos a la indagación sobre el paisaje, evidentemente trasciende de la
esfera puramente intelectual a la necesidad de responder desde supuestos
enormemente parciales, que seguramente están desde su propia génesis en la
imposibilidad de ir más allá de la pura especulación en términos de imagen.
Y es que cuando hablamos de
paisaje, estamos manejando una categoría compleja y al propio tiempo sintética
de un conjunto de aspectos que ya difícilmente se pueden seguir considerando
separadamente. Porque paisaje, puede definir tanto una realidad fáctica, como
una noción de esa realidad, un artilugio intelectual de doble filo que contiene
y atiende tanto aspectos referidos a la materialidad como a su recepción
estética. Por eso finalmente la categoría de paisaje encuentra su mejor encaje
en una visión que atienda a la complejidad como condición consustancial de la
realidad.
Es en ese carácter de
artilugio, de máquina de interpretar, donde el proyecto contemporáneo encaja en
su facultad de investigación como ensayo y como simulación hipotética de
imágenes tal vez posibles, que en su proteica irrealidad sin embargo ayudan a
encontrar dimensiones nuevas en una realidad vivida automáticamente, percibida
en forma rutinaria por la distracción del ojo acostumbrado. Es decir,
exploraciones que pudieran parecer puramente retóricas, tal vez supongan en
cambio una nueva ventana en la percepción, nuevas panorámicas de eso que vemos
todos los días sin mirarlo realmente.
Aunque, como decía, la
pregunta por el paisaje, así heideggerianamente enunciada, está sin respuesta y
probablemente sea así porque las tentativas en realidad se han antepuesto como
praxis artística y técnica a la propia escucha de los términos teóricos de la
pregunta, esta desviación, sin embargo, no desactiva el potencial de apertura
de visión que dicha praxis arroja. Este potencial evocador reside en el extrañamiento
que producen algunas de estas elaboraciones de proyecto de paisaje,
extrañamiento que más allá de la extrañeza, mueve a afilar la mirada y la
visión y a encontrar datos y cualidades en lo real, datos y cualidades muchas
veces inadvertidas por el automatismo de la recepción estética emplazada en la
observación rutinaria, como también porque simplemente esos datos y cualidades
no estaban ahí antes, (u-topos) pero que pueden pasar, en una oscilación entre
el mundo y el ojo, a formar parte de un imaginario inasible pero finalmente
vinculado culturalmente a ese lienzo de lo real. Que también es un constructo.
Esas oscilaciones introducen vetas, fisuras interpretativas en la
criptrogeometría relacional de lo visible con lo, en apariencia, invisible,
contiuum entre lo uno y lo otro que constituye la visión estereoscópica de la
que hablaba Jünger, evidencian un discurso que hace reverberar una geometría
interior, a veces explícita y otras velada, imágenes que nos muestran a veces
un nuevo paisaje como expresión casi de la imagen general de la ciudad o del
territorio o, por el contrario, paisajes intermedios, insertos e incisiones en
los intersticios, en los fragmentos que sin embargo explican el todo, el mundo
y el lugar transfigurados.
3.La dialéctica forma-imagen
Esa mirada transfiguradora del
lugar que construye el paisaje, es una mirada que se erige sobre la dialéctica
forma- imagen. Si la forma es en realidad un sistema de relaciones espaciales
inherentes a la propia esencia y a la materialidad del lugar, del territorio o
del objeto (constitución elemental, posición, dimensiones, relaciones
geométricas y topológicas intrínsecas), la imagen constituye la expresión de la
elaboración temporal y cultural de la forma. La imagen “se ve” al propio tiempo
que el proceso de intelección de lo visto nos hace “pensar” la forma. Es esta
oscilación mental entre la imagen vista y la forma subyacente, con todas sus
atribuciones, la que constituye finalmente la idea de paisaje en su sentido más
completo y complejo; por ello un proyecto de paisaje que actúe sólo sobre la
imagen contingente y no sobre la forma soportante es finalmente un proyecto
sobre la mera apariencia, un proyecto de apariencias.
La imagen vive en el tiempo,
en el tiempo largo de la decantación histórica de una significación (véase al
respecto el sentido de la imagen dialéctica de Walter Benjamín) y
simultáneamente en el tiempo instantáneo de la vivencia, el “tiempo ahora”
(Jetztzeit) benjaminiano. La confrontación de ambas dimensiones arroja la
constitución temporal de la imagen a través de la interrelación dinámica de las
formas que la construyen en esa oscilación en sus diferentes figuras, sus
figuras constructivas.
4.Vacío e interferencia como
figuras constructivas del paisaje
Pero ¿cuáles son esas figuras,
las figuras constructivas del paisaje? En un interesante artículo titulado precisamente
Figuras constructivas del paisaje del filósofo Arturo Leyte (revista Sileno
número 11, páginas 8-17, un número monográfico dedicado a Heidegger), se
responde a esta pregunta por las figuras constructivas y a la pregunta por ese
paisaje final que ellas construyen, si bien en el primero de los casos
aludiendo a los arquetipos heideggerianos clásicos de “la cabaña, la caverna,
el templo, la casa y el puente”, añadiendo a continuación que estas “figuras”
lo son también en términos retóricos pues finalmente asumen una condición
metafórica para nombrar a la verdadera figuralidad del paisaje: el entre
(Zwischen), el dominio de aquella oscilación a la que nos referíamos, el espacio
intermedio, el intersticio por el que fluye el tiempo de la imagen en la
cambiante dialéctica forma-imagen.
Ese espacio intermedio asume
pues la condición fundamental de figura constructiva (pero no como la figura
entendida dentro del viejo binomio “figura-fondo”), figura que puede encarnarse
en los saltos de la continuidad en el proceso de formación de la imagen. Esas
discontinuidades entre los estados de la imagen, del paisaje, asumen la
condición de tensiones, de solicitaciones que producen una intensificación de
aquella imagen, otorgándole su connotación más característica, su mayor
capacidad de hacerse reconocible y definible.
En ese sentido, propongo dos
formas de discontinuidad del paisaje, dos figuraciones de ese entre, de ese
espacio de la intermediación, como sus auténticas figuras constructivas
intersticiales: la primera es el vacío, como campo de resonancia,
discontinuidad que provoca la formación de un espacio negativo que actúa sobre
la imagen como elemento abstracto que la dinamiza por “succión”
intensificándola. La segunda discontinuidad o figuración del espacio intermedio
es la interferencia, como algo que se interpone entre el sujeto observador y el
objeto observado (o entre dos objetos). Es un acontecimiento, una intrusión que
modifica una representación previa, un sonido, un espacio, que produce en la
recepción de una señal, otra extraña y perturbadora y tal vez sugerente.
Interferencia instantánea o permanente, atendiendo a los diferentes tiempos de
la imagen. Interferencia que en la discontinuidad de sentido que introduce,
intensifica a la imagen, al paisaje.
Si la interferencia actúa casi
como punción, como impacto, como extrañamiento, el vacío es un campo de
resonancia, un campo de fuerzas, como un campo magnético, espacio de despliegue
de las tensiones de atracción-repulsión entre dos imanes, un campo donde fluyen
las tensiones figurales. La dinámica inestable de ambas discontinuidades, vacío
e interferencia, arroja finalmente la propia inestabilidad esencial de la
imagen, inestabilidad intensificada que pone en crisis la clásica valoración
del paisaje como una composición de fondo y figura (en su sentido clásico
objetual, no como tensión constructiva), composición que cede su lugar a un más
complejo campo relacional en el que figura y
fondo intercambian sus papeles, se substituyen mutuamente en una
constante iteración, donde lo lejano puede asumir en realidad un papel de
primer plano (véase la obra de Patinir, por ejemplo) o donde la figuración
próxima asume la misión de catalizador de lo que la sucede en el plano figural,
como en este Haiku:
La lejana montaña
se destaca
en los ojos de la libélula
(Kobayashi Issa)
En el primer verso se expone
la dimensión macroscópica de lo lejano y lo grande; en el segundo se desplaza
la atención de la materialidad a su reflejo; en el verso final se produce un
vertiginoso cambio de escala hacia lo pequeño y lo inmediato que contiene y resume el todo.
La lectura de la imagen y del
paisaje como imagen a través de sus discontinuidades y del papel intensificador
de la interferencia y el vacío (dominando pues los caracteres inestables y
dinámicos frente a la estaticidad y la continuidad) en lugar de la remisión a
la canónica composición figura-fondo, manifiesta también su mayor complejidad
en el efecto de estereoscopia que produce la pérdida del lugar fijo del fondo y
la figura, ahora móviles e intercambiables en una inestable oscilación, pues
esa condición de lo complejo reconcilia la circunstancia utópica (la que lo que
no tiene lugar) con la ubicua (la de lo que está en todos los lugares) y los
espacios intermedios y sus paisajes asumen esa doble y paradójica cualidad,
donde funcionan en la imagen del paisaje, al unísono lo lejano y lo cercano, lo
grande y lo pequeño, lo pequeño dentro de lo grande pero también en la
complejidad de la escala figural, lo grande dentro de lo pequeño. Como en un
Aleph de Borjes: el paisaje en el entre.
Publicado en Formas 18