miércoles, 29 de noviembre de 2017

Antimonumento y paisaje

















 

 

Las ruinas de El Confital hacen de este paisaje de Las Palmas una enorme caja de ecos. Entre el yacimiento prehispánico de la Cueva de los Canarios y los búnkeres construidos durante la Segunda Guerra Mundial, resuenan tiempos desincronizados, entremezclados con los vestigios decimonónicos de las salinas y los secaderos de pescado. Sobre todo ello existe literatura científica y periodística. Apenas la hay, en cambio, sobre los restos de la gravera erigida en la entrada de esta playa de la costa noroeste de La Isleta.

       Uno de los contados estudiosos que ha prestado atención a esta ruina es el arquitecto Juan Ramírez Guedes, profesor de la Escuela de Arquitectura de Las Palmas, cuyas investigaciones sobre el paisaje de El Confital y sus “antimonumentos” se han materializado en proyectos de fin de carrera, tesis doctorales y publicaciones. En la estela del artista Robert Smithson y su célebre texto “Un tour por los monumentos de Passaic”, Ramírez Guedes ha trabajado sobre la posibilidad de modular la percepción de este “antimonumento”, al que, como los búnkeres, las convenciones culturales vigentes no permiten otorgar valor monumental, porque ni porta gran espesor temporal, ni se ajusta a ideal estético alguno que lo haga digno de contemplación desinteresada. En cambio, en la óptica de Ramírez Guedes, una transformación de la mirada colectiva sobre esta ruina solo puede hacer más fascinante al ya de por sí hipnótico paisaje de El Confital.

       Por demás, aunque el tiempo de existencia de la gravera no puede medirse por siglos, su presencia tiene un porte solemne que al arquitecto le hace evocar una acrópolis. Y es que, efectivamente, su posición elevada, en un punto de dominio visual sobre el territorio, sus pilares que enmarcan la ascensión, su volumen y su geometría rotunda provocan, como en los cuadros de Chirico, la reverberación en el espacio fabril de latencias que se remontan a los cimientos clásicos de la cultura occidental.

       Todo es enigmático en esta vieja gravera. Por más pesquisas que ha hecho entre habitantes de La Isleta e historiadores que se han ocupado de los avatares del barrio, nadie sabe decir al reportero cuando se construyó ni cuando dejó de funcionar, aunque hay quien tiene vagas noticias de antepasados empleados en ella. Afortunadamente, el crecimiento desbocado de Las Palmas en las últimas décadas no ha afectado a esta parte de su litoral y hoy, en los restos de este “antimonumento”, percuten las voces insonoras de los obreros que en su interior machacaban piedras para convertirlas en grava.

       Si el rapto poético puede asaltar al paseante en cualquier punto de Las Palmas, en El Confital las condiciones para propiciarlo son más intensas. Agujero en el tejido nervioso de la ciudad, el poderoso sustrato geológico, que evidencia la energía descomunal de erupciones volcánicas remotas, y la acción erosiva del mar en eras en las que alcanzaba cotas más altas, se mezcla en esta parte de La Isleta con la reabsorción en la naturaleza de construcciones humanas convertidas en ruinas.

       Ernst Jünger, que anduvo por este paraje a principios de los años setenta del siglo XX es el escritor más importante que se ha internado en esta oquedad urbana. En sus diarios el autor de Los acantilados de mármol hizo diversas anotaciones sobre El Confital, aunque, bien es cierto, que no apuntó nada sobre la gravera. Con todo, a quien sabe de su mirada abundante, le cuesta imaginar que Jünger fuese indiferente a las “radiaciones” que transmite esta “acrópolis antimonumental”.

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